miércoles, 10 de diciembre de 2014

21. HISTORIAS MITOS Y LEYENDAS


Son parte de las tradiciones y de la historia colectiva de los pueblos y, como tal, reflejan muchas de las fantasías y realidades de la época en que se gestó cada una de ellas.
Hace algún tiempo, cuando aún no había llegado esa «caja tonta» como se denominó a la televisión, era propicio que en las «trasnochás» del prolongado invierno de Almaciles junto al fuego de la chimenea, o en las suaves y agradables noches veraniegas tomando el fresco en comunidad vecinal, se conversara de historias presentes y pasadas. «Chascarrillos», que decían nuestros mayores, donde no faltaban escenas imaginarias con lugares mágicos y personajes increíbles que tanta curiosidad despertaban en los jóvenes oyentes, aunque muchas de ellas nos infundieran cierto miedo o respeto.
Rememorando aquellas historias me voy a permitir relatar algunas de ellas.
El desafío
Cuentan de un caso que ocurrió hace más de un siglo, en los tiempos en que los hombres utilizaban capas para abrigarse.
Era una noche de noviembre, fría y oscura, más oscura que la «boca de un lobo» y, como siempre, allí se encontraban los tres amigos apoyados en el mostrador de la taberna alardeando de sus juergas y fechorías como si de Tenorios se tratara.
En medio de aquella conversación llevada a los términos de «hombría» y «valentía», le dijo uno de ellos al más osado:
—Tú que te las das de valiente, ¿a que no tienes reaños a ir esta noche al cementerio?
—Tú no me conoces —dijo el otro—. Yo no le tengo miedo a ningún ser de este mundo ni vivo ni muerto, y si queréis comprobarlo os desafío a lo que vosotros queráis.
—De acuerdo —dijo el tercero—, apostada queda una comilona para mañana, en este mismo sitio.
—¡Vale! —confirmó el «valiente», y se dieron un apretón de manos como prueba de hombría y valor.
Mientras terminaban los últimos sorbos de vino que quedaba en los vasos, acordaron que la prueba que confirmaría el haber ido al cementerio sería hincar un clavo en la puerta de madera que servía de entrada al mismo.
Le pidieron al tabernero el martillo y un clavo y salieron los tres con sus capas caminando, no sin antes despedirse, quedando allí mismo a la mañana siguiente para ver si se había cumplido la apuesta.
El «valiente» salió andando bien guarnecido con su capa en dirección al camino del cementerio con el martillo en una mano y el clavo en la otra, mientras que los otros dos se dirigieron calle abajo hacia sus casas, murmurando sobre el valor del amigo.
―Este brabucón no llega ni a la mitad del camino.
―Con lo fanfarrón que es, tenlo por seguro. Mañana «nos vamos a inflar» a su costa.
Mientras tanto, el «valiente», envuelto en la oscuridad de la noche y bandeándose con el fuerte viento que soplaba, caminaba lentamente hacia el cementerio, no sin un cierto recelo y temor que poco a poco iba en aumento. No obstante todavía le quedaba ánimo para decirse: a éstos les voy a demostrar que tengo más reaños que ellos.
Camino del cementerio.
Entre la penumbra, divisaba ya próximas las tapias del cementerio y conforme se acercaba iba perdiendo la firmeza y confianza de la que presumía; aquello ya no le gustaba, era demasiado para él, «si tuviera que vérmelas con un vivo ―se decía― no me inquietaría, pero los muertos, los muertos…». Apenas quedaban unos pasos para llegar cuando de pronto se oyó un golpe seco y de una forma brusca se abrió la puerta de par en par. El viento era infernal.
En el interior del cementerio se vislumbraba el perfil de algunas cruces y lápidas. Los altos cipreses se inclinaban retorcidos por la fuerza del viento y el eco de su sonido era como un susurro o lamento salido de ultratumba.
Se encontraba tan aterrorizado por lo que estaba «viendo y oyendo» que el corazón se le salía del pecho y eran tantos los pensamientos que se acumulaban en su mente que se volvió de espaldas para dejar de contemplar aquel panorama. Con las mismas cogió el martillo con una mano y el clavo con la otra y de espaldas como estaba, apoyado sobre la vieja y gruesa puerta de madera, la atravesó con el clavo. En ese momento quiso echar a correr, pero se dio cuenta de que no podía, una mano muy fuerte le sujetaba la capa y le era imposible despegarse de la puerta. Tanto era el miedo que llevaba encima que de un tirón se liberó de aquello que lo sujetaba… le faltaron piernas para llegar al pueblo.
Su capa estaba rota, su cara desencajada, su rostro parecía el de un cadáver. Apenas llegó a su casa se dejó caer en la cama para descansar y olvidarse de aquella horrible pesadilla.
A la mañana siguiente se juntaron los dos amigos en la taberna a tomarse unas copas mientras esperaban al valiente, pero viendo que éste no llegaba fueron a buscarlo a su casa, aunque antes de llegar quedaron sobrecogidos al enterarse por unos vecinos de que había amanecido muerto de repente con la cara desquiciada a causa de una misteriosa enfermedad.
Con las mismas, se acercaron al cementerio y vieron el clavo sujetado a la puerta, del cual colgaba atravesado un trozo de capa.
El tesoro de Casa Vieja
Dicen que cierto verano llegó una cuadrilla de segadores forasteros a efectuar la siega en la finca de Casa Vieja. Tras varias jornadas de trabajo, un día a la hora del almuerzo (que les era llevada al tajo), se pusieron a comer junto a un ribazo. Uno de aquellos segadores prefirió sentarse sobre una piedra y fue unos metros más allá a buscarla de tal forma que, cuando la cogió, observó cómo debajo de la misma asomaba entre la tierra el cuello de una vasija de barro, así que dejó otra vez la piedra en su sitio, y eligió otra para sentarse junto a sus compañeros.
Segadores en el momento de la comida.
Aquella tarde cuando terminó la jornada y todos se preparaban para marcharse al cortijo a cenar y acostarse, este segador adujo que se encontraba cansado y por lo tanto se quedaba a dormir en el tajo. Como es fácil de imaginar, lo que el segador quería era quedarse solo para inspeccionar dicha vasija. Así que durante aquella madrugada, dicen que halló en el lugar dos ollas llenas de monedas de oro, las cuales las puso a buen recaudo escondiéndolas entre unos enebros y sabinas que había en aquel paraje. Al día siguiente echó la jornada con todos sus compañeros y al llegar por la noche al cortijo, alegó encontrarse enfermo y dijo que se marchaba a la mañana siguiente. Así que aquel segador se fue con las dos vasijas llenas de monedas de oro.
Algún tiempo después, el resto de segadores que seguían viniendo a realizar la campaña de siega en la misma finca, no se explicaban cómo su compañero, que no tenía dónde «caerse muerto», se hubiera convertido en uno de los más ricos hacendados del lugar,
La fortuna en el Puente Viejo de Murcia
¡Menuda suerte es soñar con un tesoro y que se convierta en realidad! Este es el caso que viene a continuación, en el que bien podría haberse inspirado Paulo Coelho para escribir El Alquimista.
Como hay varias versiones sobre esta leyenda, yo me voy a referir a la que oí contar a un antepasado mío en varias ocasiones.
Habría que puntualizar no obstante que tanto en Almaciles como en otras localidades de la zona, se utiliza el término «ensoñar» en vez de soñar.
Al decir de mi antecesor, el protagonista de esta historia fue vecino de un cortijo perteneciente al término municipal de Nerpio (Albacete). El hombre en cuestión había ensoñado durante tres noches seguidas que en el Puente Viejo de Murcia estaba su fortuna, que allí se encontraría un tesoro.
Tal como dice la tradición sobre la veracidad de estos ensueños continuados, el individuo se guardó el secreto y al cabo de un tiempo decidió viajar a Murcia en busca de aquel tesoro.
De modo que le dijo a su familia que tenía que ir a visitar a un pariente en un lugar lejano y que tardaría varios días en regresar. Así las cosas, el hombre «aparejó» su mula torda y después de llenar las alforjas de provisiones para el camino, se montó en el animal y siguió en dirección hacia donde sale el sol, llevando consigo su secreto mejor guardado.
Después de varias jornadas de camino llegó el hombre a Murcia y tras preguntar por un lugar para aposentarse, le aconsejaron hospedarse en la «Posá la Paja», un lugar sin duda apropiado por su cercanía al Puente Viejo.
Como la tarde ya tocaba a su fin y nuestro amigo venía cansado, después de encerrar la caballería, cenó y se fue a dormir.
Trasiego de carros y carruajes cruzando el Puente Viejo de Murcia.
A la mañana siguiente, al «pintar» el día ya estaba apoyado en la baranda del puente contemplando el paso lento del agua del río, y el incesante ir y venir de carros cargados con frutas y hortalizas junto al bullicio de gente que cruzaba el puente de un lado hacia el otro.
«Pero, ¿a qué he venido yo aquí? —se decía— si no hay más que gente por todos sitios. ¡Cómo va a haber aquí un tesoro!». De modo que apoyado en la baranda del puente, se pasó todo el día y varios más.
Al cabo de una semana y cuando, ya aburrido y desilusionado, estaba a punto de marcharse, se acercó un hombre y, después de darle las buenas tardes le preguntó:
—Perdone usted, ¿se puede saber por qué motivo se pasa todo el día aquí en el puente?
—Pues mire ―le contestó―, no se lo he dicho a nadie pero se lo voy a decir a usted, he venido de un lugar lejano y estoy aquí porque he ensoñao tres noches seguidas que en el Puente Viejo de Murcia está mi fortuna.
—Buen hombre —le dijo el otro―, los ensueños, si uno hiciera caso de los ensueños… fíjese que yo también he ensoñado tres veces que en un cortijo de la sierra, debajo de una noguera que hay junto a la fuente de piedra donde pasta una cabra negra, hay enterrada una orza llena de monedas de oro.
A nuestro hombre se le abrieron unos ojos como platos y su corazón latía a una velocidad de vértigo. Esta persona se estaba refiriendo en su ensueño al mismo cortijo donde él vivía, a la fuente que se surtía de agua y a la noguera en la que él mismo ataba a su cabra negra para que pastase.
Así que después de despedir al transeúnte, aquella misma madrugada emprendió viaje de regreso a su cortijo de Nerpio, y lo primero que hizo cuando llegó fue coger un azadón e ir a cavar debajo de la noguera donde estaba su cabra negra y, efectivamente, allí se encontró una orza llena de monedas de oro, viendo así cumplido su ensueño.
La piedra de «La Encantá» en Pedrarias
El término «La Encantá» se da con bastante frecuencia en la toponimia de Levante y Andalucía. Generalmente se suelen situar en lugares como fuentes, rocas, cuevas u otros parajes naturales cargados de cierto simbolismo.
Se trata de una leyenda que se sitúa en la mágica noche y madrugada del día de San Juan, y narra la aparición de una bella joven encantada que utiliza su hermosura para salir del encantamiento, pero a pesar de sus intentos por conseguirlo, es inútil, su destino es seguir en ese estado para siempre.
Muchas y variadas son las versiones de esta leyenda, tantas como lugares existen donde se rememora.
La Piedra de la "Encantá" en Pedrarias.
Una de las «Encantás» que tenemos en esta comarca se sitúa en las cercanías de la cortijada de Pedrarias. Es una roca de generosas dimensiones que se encuentra ubicada junto a un camino que se adentra pocos metros más allá en tierras murcianas. Dice la leyenda que una joven reina mora que transitaba con su séquito por este camino, no se sabe porqué causa, al pasar por ese mismo lugar se quedó hechizada y convertida en una piedra.
Según esta leyenda, la mañana del día de san Juan, con los primeros rayos de sol, esa joven y bella reina, cubierta de vistosas y ricas vestiduras se encuentra sentada sobre la piedra peinando sus largos cabellos negros, esperando que algún viajero pase por el camino para liberarla del encantamiento.
Cuentan de un hombre que se dirigía a Pedrarias y al ver a tan deslumbrante doncella, quedó encandilado de su hermosura y se acercó a ella. En ese momento la joven le preguntó: «¿De quién os habéis enamorado, de la piedra o de mí?» El hombre dijo al instante: «de vos, señora, de vos». A lo que la dama murmuró «¡Otros cien años encantá!».
Al llegar a Pedrarias, el hombre contó lo que le había ocurrido, lamentándose de no haber contestado «de la piedra» para haber liberado a la bella del encantamiento. «Si así lo hubieras hecho ―le respondieron los vecinos― tú habrías ocupado su lugar».

Juan García Tristante.


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